Trinidad, mi Trinidad

 

Adoraba el parque de María Luisa, en tardes como aquélla, mucho más aún, la gente le sentaba bien al lugar, el bullicio, las risas. No solía faltar la melodía de algún músico callejero que se instalaba en un rincón a la sombra, si había suerte, y era músico de verdad, se arrancaba a cantar algo profundo con él, sin aspavientos, aunque con mucho sentimiento, y éste le sabía seguir con su instrumento. Pronto tenían abundante público alrededor y a él le recordaban sus tardes de esplendor cuando actuar lo era todo. Las monedas que iban cayendo sobre la gorra, o la caja, siempre se las dejaba a quien pedía, él no necesitaba dinero.

Al llegar a casa encontró a su madre más circunspecta que de costumbre, a su ya serio y duro rostro se le añadían la boca muy apretada y una gran arruga que le atravesaba la frente. Dando palmadas al sofá le dijo:

Siéntate a mi lado hijo mío, es hora de que hablemos. 

Le temblaron las rodillas, temió que le hubiesen ido con chismes y se sentó junto a ella sudando a mares. Le soltó que ya tenía edad de estar casado y no pensaba ni en novias, se haría mayor sin hijos, y sin una compañera que le diese calor en su hogar. Tras meditar unos segundos, estuvo de acuerdo con ella, era hora de hablar por fin. Se le enredaron las frases y su diálogo se iba enturbiando. Le confesó que a él no le interesaban las mujeres, que sus gustos eran otros, que casándose haría desgraciada a alguna y lo sería él mismo hasta la muerte. Su madre, lejos de sorprenderse, asentía con la cabeza y le acariciaba el muslo, dándole toquecitos de vez en cuando. Sintió un gran alivio de sacar de una vez lo que le quemaba desde pequeño, se vio liberado de mentiras y apariencias, presentándose tal cual era ante ese mundo arcaico que les rodeaba y ahogaba si no respondían a un patrón en el que encajar.

El domingo, al regresar a casa tras la misa y su paseo de costumbre, encontró en el salón al cura, a sus ancianas tías, vestidas como para un funeral pero bien coloreadas las mejillas y con perfume de más, a sus dos hermanas con ropa nueva, y a sus cuñados con traje y corbata, la falta de costumbre en llevarla les hacía mover el cuello como a las avestruces. Se alegró de que los niños no estuviesen allí, debían ser muy malas noticias si toda la familia se había reunido. La madre comenzó un largo discurso que le martilleó en la cabeza, se le secó la boca, le dolían las manos de tanto apretarlas y comenzó a sudar, como siempre hacía, cuando la situación no le gustaba. La buena mujer no había comprendido nada en absoluto de su pasional confesión y entre lágrimas soltó ante todos:

Estamos muy felices de tu vocación, y de que por fin te decidas a hacerte sacerdote, hijo mío. 

Le dio vueltas toda la estancia, creía que se caía contra la mesa, las tías aplaudían, el cura se puso en pie y comenzó a rezar, sus hermanas parloteaban como locas, y los cuñados, como de costumbre, cruzados de brazos.

Por primera vez faltó al trabajo, los compañeros del banco telefoneaban constantemente para preocuparse por su salud, estuvo con fiebre alta, deliraba viéndose con alzacuellos y vestido de negro, él que era color y luces, que amaba los brillos y las telas que ceñían su cuerpo. Así pasó más de una semana. Cuando tuvo fuerzas para dejar la cama, pidió una semana de vacaciones y con un frío beso le dijo a su madre que se iba a Madrid.

Al regresar lo hizo como Trinidad, no totalmente claro, no iba a volverse desde Madrid con el traje de flamenca. Se colocó la negra melena postiza, se pintó bien rojos los labios, pestañas kilométricas, relleno en el pecho y un vestido vaporoso de falda irregular y larga que iba moviendo con todo el arte calle arriba hasta llegar a su puerta. Los tacones resonaron en cada balcón, les dieron en toda la cara a las cotillonas, cuantas más ventanas se abrían, con más fuerza pisaba. ¡Qué miren, y que critiquen! ¡Que a la Trini ya nadie la para!

Su madre al verle perdió el conocimiento, temió que se le hubiese matado contra el brillante suelo. Al recogerla se le humedeció la mano con la sangre que le brotaba de la cara, afortunadamente, una ceja rota y poco más. En el hospital confirmaron que la contusión en la cabeza era más importante de lo que aparentaba, esperarían para operarla. De repente, se sintió ridículo vestido de mujer delante de aquel doctor. Su madre no solo no mejoró, un ictus agravó su situación y temían por su vida. Dejó de hablar, ni siquiera le miraba cuando él lo hacía. Le dolía en el alma su desprecio, lamentaba su arrebato de presentarse delante de ella como Trinidad cuando su madre ni sospechaba lo que era en el fondo. La mujer fuerte se fue apagando, dejó de luchar por mejorar, y se dejaba morir día a día. No deseaba que se marchase sin mostrarle a su verdadero hijo, ¿qué podía perder?

A la mañana siguiente volvió con la bata de cola, la que más le gustaba, de color sangre y muchos volantes, incluso en las mangas llevaba tres, un moño muy alto y un rojo, rojo clavel. Le pidió a su amigo el Tomasito que le acompañase con la guitarra y se plantaron los dos en el hospital. Al entrar en recepción no daba crédito el personal, trataron de impedirle que tomase el ascensor, iba con todo el empuje, y no le detendrían ni cien juntos. En el pasillo, ultimaron detalles el músico y él, y abrió la puerta con la misma fuerza con la que comenzó a cantar.


"Triniá, mi Triniá
la de la Puerta Real,
carita de nazarena,
con la Virgen Macarena
yo te tengo compará;
algo tu vida envenena,
qué tienes en la mirá
que no me pareces buena,
Triniá, mi Trini, ay... mi Triniá".

Fue su mejor actuación, movió las manos con más expresividad que nunca, el vestido parecía tener vida y sus contoneos eran para dar envidia. Se fueron acercando enfermeras, pacientes... arremolinados a la entrada de la habitación todos querían ver. Hasta que llegó el médico y puso orden en esa locura, y él se encerró en el baño a llorar, no sabía si de felicidad o por no poder soportar tanta tensión vivida.

Esa misma noche falleció su madre, le nació la duda de si Trinidad aceleró su muerte, lo meditó unos segundos y le restó importancia, si había sido así, al menos la pobre mujer se había marchado con un bonito recuerdo y una idea clara de cómo era una de las mejores actuaciones de su hijo.





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