Soy yo

 


Soy yo, y tan breve frase no obtuvo respuesta, ni siquiera la escucharía respirar, se preocupó de retirar el aparato, que creyese que hablaba solo, como debía sentirse ahora, si había logrado el coraje suficiente para llamarla de nuevo después de tanto tiempo.

Colgó con mucho cuidado, y se quedó mirando fijamente el teléfono, como si allí fuese a encontrar sus respuestas.

Lloró con rabia, no sabía si porque hubiese osado regresar a su mundo o por utilizar su libro favorito para desarmarla.

Cerró los ojos, y recordó cuando le leía "El amante" de Marguerite Duras, desnudos, en la amplia cama, frente a los ventanales que daban al mar. Nunca entendió muy bien ese libro, solo sabía que le gustaba cada vez más cuando lo releía.

"Él le telefoneó. Soy yo. Ella le reconoció por la voz. Él dijo: sólo quería oír tu voz. Ella dijo: soy yo, buenos días. Estaba intimidado, tenía miedo, como antes. Su voz, de repente, temblaba. Y con el temblor, de repente, ella reconoció el acento de China. Sabía que había empezado a escribir libros. Lo supo por la madre a quien volvió a ver en Saigón. Y también por el hermano menor, que había estado triste por ella. Y después ya no supo qué decirle. Y después se lo dijo. Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta la muerte"

¿Qué sabía él de amantes, si siempre fue el peor del mundo?

Sus amigas la convencieron para que se apuntase a las clases de teatro que impartía un profesor de literatura de la universidad, llegó con todas las dudas, no tenía muy buena memoria y temía no poder aprenderse ningún papel, eso si le daban alguno. Al contrario de lo que esperaba, el profesor se tomó mucho interés en que se integrase, en que fuese aprendiendo los reducidos papeles que le tocaban. Repasaba con ella una y cien veces hasta que su hueca cabeza lograba memorizarlo. Al finalizar la representación de una obra, que gustó especialmente en el pueblo, la invitó a cenar en el único restaurante que existía por allí. Sabía que eso significaría problemas en casa, no le importó en absoluto, ¡el profesor era tan guapo, culto y divertido!, que bien merecía la ira de su madre. Siempre había chocado con esa mujer del demonio, desde muy pequeña, advertía que no la quería, al menos no como se quiere a una hija.

¡Una pelirroja tonta, eso es lo que he logrado parir, y tú me niegas otro hijo!, la escuchaba comentarle al padre.

Ella no era tonta, tan solo un poco más lenta que el resto. Tras la cena, se fueron a la playa, agarrada a su cuerpo, para no caerse de la moto, sintió que se le metía muy hondo. La noche fue larga y terminaron haciendo el amor en una cala, para tristeza suya, era mucho mejor profesor que amante, al menos tenía algo positivo, no era de los que querían que les alabasen los hechos. Sin cruzar palabra, se vistió deprisa, dijo que era tarde y se colocó el casco para marcharse. Al dejarla en su casa no hubo ni beso apasionado, ni apretón intenso, ni siquiera una caricia en la mejilla. Con un buenas noches se cerró de golpe el telón de su primera gran cita.

La relación fue creciendo, paseaban de la mano por el pueblo, iba a buscarla al finalizar su jornada en la carnicería, incluso accedió a tomar café en un bar con su padre, la opinión sobre él de su madre, nunca se atrevió a contársela. Las vecinas comenzaron a preguntarle por su novio, y a ella le brillaban mucho las pupilas y se le encendía la cara como a una cría. El amor fue engordándola, tanto, que su tripa comenzó a separarse más y más de su cuerpo. Tuvo que recurrir a las amigas para que le confirmasen que estaba embarazada, para según que cosas, era aún menos lista. Meditó el diálogo y le dio al profesor la noticia, su reacción le dio mucho miedo, no conocía a ese nuevo hombre.

—Una retrasada como tú no puede ser madre, y menos aún de mi hijo, no paraba de gritar con el puño cerrado, bien apretado.

Ella no era retrasada, un poco lenta más bien. No le vio en semanas, hasta que una mañana le descubrió por la ventana sentado en la escalera de su casa. Bajó corriendo, después se arrepintió, ahora debía cuidarse por dos. Volvió a encontrarse con el hombre que la enamoró, le acarició la larga melena y agarrándola por la cintura, con ambas manos, le propuso volver a su cala para hacer planes de futuro. Le extrañó que no llevase la moto y prefiriese llegar caminando, pues odiaba andar. Fue muy dulce con ella, más como un amigo que como pareja, o como padre de su hijo, estaba segura de que sería varón, había soñado con él. Sobre las rocas, a su espalda, comenzó a hablarle del mar, de lo que se tardaría en llegar en barco a Francia, su país natal. La sujetó por los brazos, le susurró una frase en francés al oído y notó cómo la tierra desaparecía bajo sus pies. Agitó con terror las manos en el aire, tratando inútilmente de aferrarse a algo. Se fue golpeando todo el cuerpo al despeñarse, cerró los ojos aterrorizada y no recordaba al despertar si perdió el conocimiento antes o después de que su amplia falda la dejase colgando sobre un peñasco. En el hospital, le contaron que unos turistas, que hacían fotos abajo en la playa, la vieron caer, un accidente tonto comentaron ellos. Preguntó por el hombre que la acompañaba. No habían visto a nadie, dijeron, ella estaba sola, el miserable supo ser sombra y largarse cuando creyó que abortaría tras la caída, ni se preocupó de saber si seguía viva.

Y ahora reaparecía con un soy yo, pronunciado muy lento. Sin duda estaba viejo y solo, o arruinado, se habría enterado de que hacía un año heredó parte de las propiedades familiares y en la actualidad vivía bien acomodada.

Le citó en la carnicería de su difunto padre, era más seguro que en su casa. En la trastienda, sobre la mesa junto a las facturas, colocó vasos y una botella de vino. Que pensase que le había perdonado, que tampoco había dejado de amarle. Llegó confiado, como era lógico, nada más sentarse agarró la botella, se sirvió un buen vaso, con el segundo se le desató la lengua. Lo que contaba la hería profundamente, que la buscó entre las rocas y no logró encontrarla, que resbaló golpeándose la cabeza, y vivió meses entre olvido absoluto y vagos recuerdos. Tenía muy claro que la empujó, sus dedos marcaron su piel con intensos cardenales durante semanas. Se vio obligado a hacer mucha fuerza, cuando ella notó que la lanzaba hacia el vacío y opuso resistencia, le sobraban sus buenos kilos y no era una mujer fácil de empujar contra su voluntad. Se acercó a una repisa, agarró un cuchillo grande, bien afilado y le cortó el cuello, sin titubeos, teniendo la seguridad de que era lo único que podía hacer. Dejó que se desangrase, no le molestaba ese líquido rojo, ya había matado algún que otro cerdo y tardaban en morirse un tiempo. Arrastró el cadáver hasta la cámara frigorífica, lo abandonó allí, teñido de rojo por completo, bañado por tanta sangre, y sin que le temblase el pulso, cerró la puerta y la atrancó con una silla, ¡no fuese a escaparse el muy cretino!, rio con ganas.

Se desnudó, se lavó a conciencia y se cambió de ropa. Se le había hecho tarde, su hijo la esperaba en casa para comer. El chico no salió muy listo, como ella, pero sí trabajador y bueno como su abuelo, y guapo como el padre al que nunca conocería. Ya limpiaría mañana aquello, no había ninguna prisa, nadie iba a venir a buscarle a él en la tienda de la retrasada del pueblo.





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