Libre soledad



Siempre le faltó una familia, la que poseía, jamás la consideró suya. Su madre murió muy joven de un mal parto, dejando una hija ya mayor, un viudo completamente desorientado y un bebé con el que ninguno de los dos supo nunca qué hacer. El marido, entre lamentaciones y añoranzas, fue perdiendo las riendas del hogar, que las amarró la hija, principalmente para beneficio propio, y fue desplazando al padre y al hermano, y en cuanto éste tuvo edad para andar solo, le mandó a vivir con una tía, solterona y solitaria, que recibió al crío como un regalo. La hermana, eligió con inteligencia y se casó bien situada, el primer encargo para su recién estrenado esposo fue ampliar la casa paterna, con el único objetivo de que el progenitor tuviese un lugar apartado en el que establecerse sin molestarla, ni ser una carga. Mientras, el hermano, permanecía distante, no aparecía ni de visita, el padre y él se veían en el bar, donde el primero era bastante asiduo.

Una mañana, el chico se presentó para despedirse, se acercaba el momento de marcharse al servicio militar. La hermana reparó en lo que había crecido, ni le conocía, el crío enclenque al que envió con la tía se transformó con los años en un muchacho fuerte, atractivo y alegre, después de cada frase que pronunciaba sonreía y se le veía feliz. Se sintió en paz consigo misma, parecía que tomó la decisión acertada al sacarle de la casa.

La libertad es eso que de tanto querer volar sin paracaídas te puede incluso matar, si das contra el duro suelo quizás no te vuelvas a levantar.

A mí no me gusta que nadie cuente mi historia, principalmente, porque el único que la conoce con detalle, soy yo.

Lo que para otros suponía una desgracia o motivo de desesperanza por separarse de sus seres queridos, para mí fue una liberación, lograba marcharme del pueblo y dejaba atrás a una familia a la que no estaba unido. La mili me concedió la oportunidad de encontrarme a mí mismo, con todo lo negativo que tiene estar durante meses a las órdenes de los superiores, agradecí esa situación. En cuanto pude, solicité el destino más alejado de mi ciudad, Cádiz sonaba bonito, y San Fernando tenía mar, algo para mí desconocido. Al llegar, su luz me envolvió, solamente pensaba en pisar la playa. Allí descubrí que podía ser un chico popular, mi gracia e ingenio para contar chistes e historietas me hicieron ganar buenos amigos. No sé de que manera me convertí en un caradura. Un buen día, preguntaron por alguien que supiese conducir, y me presenté voluntario, me faltaba el permiso pero sabía manejar un coche, ni cayeron en reclamármelo, así que evité comentar ese detalle con ninguna persona. Ser el conductor del coronel me hizo sumar muchos puntos entre lo compañeros porque recibía un sueldo que me permitía escaparme a recorrer San Fernando en mis permisos. El resto de los muchachos, aprovechaban los suyos para visitar a la familia, a mí no me esperaba nadie en el lugar de donde partí. Al finalizar uno de los paseos, retornando al cuartel, me crucé con varios chicos en Vespa, no vacilé y me acerqué a averiguar si alguno vendía su moto, ellos no, aunque en la taberna cercana el camarero quería deshacerse de la suya. Esa tarde reaparecí con mi moto, lo más preciado que había tenido hasta entonces. Fue mi tesoro y mi perdición. Para amortizar la compra, cobraba las vueltas que les daba a los reclutas, si no tenían dinero me pagaban con tabaco o alcohol que canjeaba por combustible en la gasolinera cercana. Y descubrí que correr con ella me proporcionaba la libertad que ansiaba.

Me gustaba agarrar la moto, elegir una carretera sin saber ni adónde iba, no preocuparme por la velocidad que llevaba, y hacer kilómetros. A veces gritaba, y otras, el viento me arrancaba lágrimas mientras cantaba. En numerosas ocasiones me pronosticaron que me mataría con ella, en un cruce se me atravesó un vehículo que casi la destrozó, yo me rompí una pierna, que me tuvo semanas inmovilizado y únicamente me inquietaba si arreglarían mi moto, no deseaba otra nueva, debía ser esa sobre la que me subiese y abandonase Cádiz.

Al licenciarme decidí establecerme en Madrid, el coronel me recomendó para trabajar en una fábrica. El trabajo no resultaba duro, sí mal pagado, lo que me obligó a vivir en una pensión no muy recomendable que además era restaurante. Justo necesitaban cocinero y sin poseer demasiada idea me presenté dándome de experimentado y con todas mis fuerzas compaginaba mis dos ocupaciones.

No supe de que manera me localizaron para comunicarme la muerte de mi padre, tras el funeral recorrí pueblos de mi ciudad circulando más rápido de lo que solía, en parte para aplacar la pena, cuando por sorpresa, la vi salir de una casa bien encalada, estirada, sencilla, con el paso seguro, me enamoré al instante de la que sería la princesa de mi corazón. Di la vuelta, me coloqué a su lado y le grité con total seguridad:

¡Te vas a casar conmigo! ¡Esta noche vengo a hablar con tu padre!

Y a las nueve me planté frente a esa puerta, con mi mejor ropa, y no me moví hasta que varias horas después salió un anciano, encorvado y curtido por el sol, me dijo que si teníamos que tratar de cosas importantes pasase al comedor. Nos casamos en tres meses, en su pueblo, habiéndonos visto cinco veces y nos trasladamos a Madrid. Antes del enlace alquilé para mi esposa una casa especial, dentro de mis posibilidades, los muebles no eran cuantiosos, ni tampoco el espacio con el que contábamos. Al entrar, con la ilusión en el pecho, y la felicidad en mis labios, le mostré nuestro hogar a mi preciosa mujer, accedió al interior seria, tensa, demasiado, miró alrededor, tiró el bolso al suelo, se sentó en una silla dándome la espalda, se cruzó de brazos y el silencio se instaló entre nosotros cual gran muro a derribar. No hubo amor ni ternura, ni ese primer día ni los posteriores. Cada mañana madrugaba más, por no ver el odio en su rostro, y regresaba cada noche más tarde, por lo mismo. Al mes ya no aguantaba la situación, la desperté antes de partir a trabajar para tratar nuestro problema.

Somos un matrimonio, algo tendremos que hacer, y no me refiero solo al sexo, si no deseas seguir aquí puedes marcharte cuando quieras, no me voy a oponer.

Estalló con mil reproches, insultos y críticas hacia mí y nuestro hogar, no podía guardarme tanto rencor en tan poco tiempo juntos. Mi princesa se acababa de trocar en la bruja, le parecía insignificante lo que le ofrecía y me odiaba por ello.

¡No creerás que vas a devolverme al pueblo, para que todos me miren como una fracasada! ¡Sería la deshonra para mis padres! 

Si te quedas, tendrás que cambiar. Si continúas igual que te comportas ahora, ¡te largas!, me expresé sin titubear, sosegado.

No añadí palabra, terminé de vestirme y salí cerrando la puerta desolado.

Al concluir el trabajo, me encaminé a mi antigua pensión, bajé al garaje y desempolvé mi querida moto, al sentarme nuevamente en ese asiento recobré los bríos que me anulaba mi santa mujer. Recorrí la ciudad de madrugada, por calles que nunca pisé anteriormente, encontré una zona llena de bares, aparqué y entré en uno, no elegí en exceso, resultó ser uno de alterne, si no fuese porque estaba realmente enamorado de quien no me amaba, hubiese terminado buscando compañía con cualquiera de las chicas.

No cambió en absoluto, las siguientes semanas en común colmaron mi paciencia, compré dos billetes de tren, metí en unas maletas todas sus pertenencias y le dejé claro que la llevaba de vuelta con sus padres, lo aceptase o no. Prefirió entrar sola a su casa. Para que su familia no me tomase por ningún cobarde le entregué una carta a la joven que nos abrió la puerta, insistiendo en que se la diese al señor Ramón.

Su padre la escuchó con toda su paciencia, cuando creyó haber oído lo suficiente le rogó silencio, leyó la carta despacio, asintiendo con cada línea, la dobló por las mismas marcas iniciales y se la cedió a la hija, bebió varios tragos de agua y sentenció.

Si te has casado con un hombre pobre, debiste meditarlo antes. Es tu marido y has de volver con él, ya no eres soltera y no puedes quedarte aquí, tu sitio está en Madrid, junto a él, te ama y te proporcionará la mejor vida que le sea posible-, su voz ronca y sus palabras le provocaron un escalofrío a la hija.

El tren sale en una hora, prepárate, te llevan a la estación.

El anciano le entregó unos cuantos billetes y una fiambrera con comida. Depositó un suave beso sobre su mejilla y salió al huerto a recoger melocotones para la cena.

De nuevo en Madrid, pedí unos días libres en mis dos trabajos y con mi vieja moto me largué a Cádiz, a despejar la cabeza y a sanar el corazón. Al llegar al mar me sedujo la inmensidad del agua, me quité la ropa, me lancé a nadar y no reparé en lo mucho que me iba alejando de la orilla, hasta que un terrible calambre me recorrió la espalda, me agarrotó incluso las piernas, fui consciente de que el océano me tenía rodeado, no me vi con fuerzas para alcanzar la costa, aún era temprano, no había gente y ni me molesté en gritar. Cerré lo ojos, y sin tener claro si lograría regresar a la arena, traté de seguir flotando con el dolor brotando cruelmente, imaginé que sería bonito que me aguardase mi esposa en casa, la amaba desde el primer segundo en el que coincidimos, algo muy dentro me confirmaba que estuve buscándola siempre, y ahora carecía de sentido perderla por no querer imponerme y exigirle que cumpliera lo que prometió delante del cura en nuestra boda.


Me entrego a ti,
y prometo serte fiel,
en la prosperidad y en la adversidad,
en la salud y en la enfermedad,
y así amarte y respetarte
todos los días de mi vida.

El acerado frío que paraliza mi cuerpo y amenaza con hundirme, no es tan intenso ni desgarrador como el que alberga mi alma desde que me separé de ella.



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