Tener agallas






Siempre fui una mujer maltratada, no por golpes, sí por las acciones y palabras de otros. Es duro tener que decirlo con tan solo diez años, a esta edad ya sé un poco sobre lo que es eso del maltrato, leo mucho, escucho todo lo que puedo y observo como las lechuzas, eso me dicen, soy tan tranquila y silenciosa, que los adultos pocas veces reparan en mí, paso totalmente desapercibida como la sombra del papel pintado de la pared.

Hoy vuelvo a temblar sin control, sujetando mi menudo cuerpo con las dos manos, tratando de controlar el miedo, que me acompañará al colegio, no así mi lápiz, que un día más volvió a desaparecer de mi estuche, si fuese una niña valiente, si tuviese eso que mi padre dice siempre, agallas, que debe ser lo más importante, si bien, yo no sé dónde se llevan las agallas en el cuerpo, por eso no puedo buscármelas, estoy segura de que no las tengo, de ser así, iría muy estirada, como las bailarinas al salir al escenario, y con aire de mujer de armas tomar, como las señoras elegantes del blanco y negro, agarraría el estuche de mi hermana y le quitaría dos, tres, cinco... todos los lápices que me roba por las noches y que nunca me devuelve, ya puedo llorarle, incluso aunque vea que me castigan, no los devuelve. A mi madre no le puedo pedir que me compre un lápiz, es preferible el castigo del maestro que sus hirientes palabras y gritos todo el camino hasta entrar en la escuela. En clase no tengo otro recurso que sacar una pintura negra, empieza el dictado, y el paseo lento del maestro entre las mesas mientras repite y repite para que copiemos, me altera los nervios. Al llegar a mi mesa se detiene cerca más tiempo que con el resto, no se mueve de detrás de mi espalda, no me atrevo a mirar hacia arriba, está claro que no tengo agallas.

—¿Con qué estás escribiendo?

—Con una pintura, —casi ni me sale la voz.

—¿Y tu lapicero?

—Lo he perdido, —contesto aún más bajo.

—Anota un punto menos en tu dictado.

No fue tan mal la batalla, en casa las vivo peores. Conozco las palabras que van saliendo de su boca, me tranquiliza que incluso leí el texto, "Platero y yo", ¡cuántas veces deseé ser burro, caballo, cebolla... lo que fuese menos la niña que soy! Sonó el timbre que daba fin a la clase, por encima de los gritos de los compañeros escucho que el profesor me dice que espere sentada. De nuevo volvió el temblor, por primera vez me dio mucha rabia porque un poquito sí me gusta el maestro, y no quería mostrarme como una cobarde ante él.

—¿No traes lápiz porque en tu casa no pueden comprártelo?, —preguntó con mucha dulzura.

—Sí, eso, no pueden.

Y me alargó uno con una sonrisa, ¡no se te ocurra decir a los otros niños que te he dado uno! Y antes de que lo agarrase, me tachó el negativo del folio de mi dictado.






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