Solfeo con amor a las cinco





En un instituto de maestros viejos de rancias costumbres, corrió como un brisa fresca, al abrirse los ventanales en una tarde calurosa, la noticia de que el próximo curso se incorporaría un profesor joven para las clases de música.

Durante las vacaciones de verano, las amigas fantasearon e hicieron apuestas de cómo sería, mejor alto, y con ojos azules, que tenga una bonita sonrisa, si es músico su voz será preciosa... En septiembre, descubrieron, con gran decepción, que ni era tan joven ni mucho menos le podían catalogar de guapo. Resultón, dirían sus madres, o atractivo, las ilusiones se marchitaron como margaritas arrancadas sin poner en agua. Aún así, pronto fue cautivando a todas las alumnas, su paciencia para dar clases era infinita, sus palabras siempre amables y su perfecta sonrisa le bastaron para convertirse en el sueño de las adolescentes y en la pesadilla de los estudiantes masculinos.

Las chicas llenaron páginas con su nombre junto a un corazón bien remarcado atravesado por una flecha. Si a alguna le cogía la mano para dirigirla al solfear, se convertía en la heroína de la semana, y si lo que le tocaba era la cara, para relajarle la mandíbula y ayudarla a colocar la boca en la posición correcta para el solfeo entonado, el interrogatorio al que la sometían era terrible.

¿Qué has sentido cuando te ha tocado?

¿Olía bien teniéndole tan cerca?

Pronto comenzaron los rumores por el patio y los pasillos, muchos aseguraban que era gay, que le habían visto cenando en compañía de otros hombres, a veces rozándoles la mano, y otras, con todo el descaro, acariciando el rostro de su acompañante sin ningún pudor. Tanta credibilidad se le dio a la invención sobre la vida íntima del profesor de solfeo que el propio director se vio obligado a ir de clase en clase poniendo orden y advirtiendo de que serían duramente castigados quienes inventasen historias sobre cualquier persona del centro, alumno o profesor, y más si era con el único objetivo de dañar su imagen.

Tomás siempre reaccionaba como no se esperaba, y al finalizar el curso les sorprendió con un emotivo discurso en el que puso gran énfasis en lo que le había gustado ese colegio y que su deseo era permanecer en él hasta su jubilación. Pidió a toda la clase que formasen dos filas, y despidió a cada una de las alumnas con dos paternales besos, y a los chicos con un gran apretón de manos y un sonoro ¡gracias, hasta el próximo curso!

Pero al año siguiente no estuvo para continuar con sus clases de música, se dio de baja por problemas familiares, y los alumnos, tan infantiles de miras, se envalentonaron diciendo que no había podido soportar que descubriesen su secreto.

Años después, en un trasbordo del metro en Cuatro Caminos, le descubrió en un pasillo charlando con una señora muy mayor. Su corazón se aceleró de alegría, no quiso perderle entre la multitud y se acercó todo lo que pudo para saludarle en cuanto se despejase el lugar, para contarle que ella también había decidido ser profesora de música gracias a él. Permaneció a su espalda, y desde ahí ni habló ni se movió. Cuando reinó el silencio le dolió mucho la escena que presenció, como una cotilla, sin que él fuese consciente de que alguien les observaba, se recostó en la pared y no quiso perderse la charla.

La mujer anciana era su madre, trataba de convencerla para que le acompañase, para que regresase a su casa. Ella, furiosa, se negaba, si volvía con él la encerraría de nuevo. Él le aseguraba que no la tenía encerrada, lo único que hacía era protegerla, de ella, y del mundo, para que no se escapase como esa mañana y no supiese volver al piso en el que llevaba viviendo más de media vida. Por suerte, los del Metro, al intuir que tenía alzheimer habían reparado en las etiquetas con los datos de contacto que llevaba cosidas en casi todas las prendas, incluido el bolso de mano. Él llevaba buscándola desde las ocho de la mañana y ya eran las cinco de la tarde. La mujer lloraba y gritaba, con cada nuevo metro que llegaba, el pasillo se llenaba de gente que les miraba, incluso hubo quien le insultó por tratar mal a una señora tan vieja. ¡No había perdido su infinita paciencia! Le recordaba con voz muy dulce que era su hijo, dónde vivían, que tenía un perrito que la aguardaba para dar su paseo diario, que no había comido, que debía tomar su medicación... Ella reaccionaba chillando más aún, con una voz rota y casi animal, que desgarraba y asustaba a la vez. Al agarrarla del brazo, se puso más violenta todavía, él agachó la cabeza, vencido por un momento. Reaccionó con brusquedad.

¡Ya está bien, mamá, nos vamos a casa!, le gritó, haciendo una pausa tras cada palabra.

¡No te conozco de nada! ¡Largo! ¡Vete!, le gritaba la madre llena de rabia.

¡Te odio! ¡No debí parirte!

Sin que Tomás pudiese intuir lo que se le venía encima, la madre le pegó una sonora bofetada, con más fuerza de la imaginable para su edad, que le ladeó la cabeza y le hizo brotar las lágrimas. Fue el único instante en el que le vio el rostro. Se cubrió la cara con los dos brazos, no debía ser la primera vez que vivía aquello, y aguardó a la defensiva. Como si se hubiese producido un intercambio de personajes, la señora, con una voz muy dulce y pausada, parecida a la del hijo, retornó de donde estuviese perdida y se alegró mucho de encontrarle allí.

¡Has tardado mucho en venir a recogerme, tesoro! ¡Vámonos a casa, tengo hambre!

El hijo la tomó por la cintura, y con todo el amor del mundo, comenzó a contarle todo lo que tendrían que hacer por la tarde porque por la mañana se habían perdido en el metro y debían cambiar un poco sus rutinas.

Ella cayó en la cuenta de que faltaría a su clase de solfeo a las cinco, porque iba a seguir a su antiguo profesor y a su madre, hay melodías que surgen por casualidad y esa tarde, estaba a punto de componer la más importante de su vida.


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