Perros en la sombra




En su mundo no podía ser escritora, si aquella tarde volvía a sonar otra vez el móvil lo estrellaría contra el asfalto, y si su madre insistía en llamarla para contarle lo que había hecho su hermana, entraría en crisis de nuevo, y eso sería terrible, en un arrebato, se deshizo de los tranquilizantes tirándolos a una alcantarilla. Le quemaba el libro que atesoraba dentro, la despertaba por la noche robándole el oxígeno, llevaba días sin comer apenas, salvo los contados cafés con esas galletas de chocolate que siempre se le quedaban pegadas a los dedos.

El sábado salió muy temprano, como una ladrona, metiendo casi a oscuras cuatro trapos en una mochila, lo importante ya lo tenía guardado en la maleta desde hacía semanas, oculta en lo alto del armario. Le molestó la ruidosa respiración de su novio, ocupaba más de la mitad de la cama común, con las piernas bien separadas y un brazo en su espacio. No conocía su destino, ni le importaba, le dieron el nombre de varios pueblos andaluces y los números de personas que alquilaban casas en ellos. Ansiaba un rincón poco habitado, apacible, de gente acostumbrada a los forasteros, que no preguntasen en exceso, ni la obligasen a perder el tiempo con charlas vacías. Vagabundeó hasta una hora prudente para ir a cualquier establecimiento, eligió una cafetería semivacía y sacó la lista del bolsillo. Buscó en internet algo acerca de ellos, obtuvo poca ayuda. Curioseó sus fotos, no le provocaban nada. Cerró los ojos, movió en el aire su dedo índice formando círculos, apuntó hacia abajo y señaló uno de los nombres escritos en el papel. Acababa de aparecer su paraíso. La mujer que le alquiló la vivienda por teléfono no le gustó en absoluto, quería saber demasiado, afortunadamente vivía en otro pueblo. Compró billetes de tren, pagó el alquiler desde la banca online y comenzó a llamarse señora escritora, su libro le pegaba pataditas en el vientre, tenía ganas de crecer.

En cuanto se bajó del autobús en su destino, supo que se había equivocado, un dolor agudo en el costado derecho le anunciaba su error. Tranquilo sí que era, la casa más espaciosa de lo que dejaban entrever las imágenes de la web y el aire, tan puro, le molestaba al bajar por su garganta. No paraba de negar con la cabeza, 

¿Qué es lo que falla?

Examinó cada cuarto de la casa, se asomó a todas las ventanas, abrió armarios, golpeó las paredes con los nudillos, ¡era tremendamente perfecta!, ¡le encantaba! Sus temores se fueron desvaneciendo. Se dio una ducha, con el pelo goteando sobre su espalda, sacó varias latas de la mochila y se preparó un buen bocadillo. Se acostó a dormir la siesta, tan relajada, que fue de varias horas. Se despertó con deseos de escribir, de cantar, de vivir, había llegado hasta ese rincón para recuperar las líneas que tenía descuidadas. Colocó el portátil encima de la mesa, lo encendió y en la pantalla en blanco tecleó lentamente el título de su primera obra, en letras mayúsculas, en negrita y cursiva, debajo puso su nombre y pensó que para el primer día era suficiente trabajo. Se vistió y salió a conocer su nuevo pueblo.

No alcanzó a recorrer ni trescientos metros cuando vio al primero, estaba en los huesos, grande, blanquecino, podría ser un pastor alemán, corría deprisa, carente de rumbo, simplemente daba vueltas y vueltas a la misma zona. No le gustó encontrar un perro suelto por allí sin un dueño que le controlase. Apareció otro negro, grandote también, no supo ponerle raza, y un galgo, y otro pequeño, mestizo. En cualquier esquina cercana se distinguía un hocico.

¿Qué demonios era aquello?

Sintió tal horror que se mareó levemente. Los canes corrían por correr, no iban a ninguna parte, pasaban cerca los unos de los otros, sin mirarse, si alguno se aproximaba más de lo conveniente se ganaba un gruñido y la amenaza de unos afilados colmillos. Le dio miedo, pena y mucha rabia, nunca imaginó que esos pobres animales viviesen en esas condiciones, abandonados, desnutridos, sin hogar. A lo lejos vio a un anciano de gorra negra y camisa de color azul, al menos en sus orígenes, por lo desgastada. Se acercó corriendo, tragando polvo y alterando a los perros, que se detuvieron a observarla recelosos, no debían estar muy acostumbrados a ver correr a nadie en esa zona. 

¿Son suyos todos esos perros?

Del pueblo, soltó el hombre indiferente.

¿Qué quiere decir con del pueblo?

La gente se cansa de ellos, los suelta, y otros les dan de comer, lo justo para que no mueran, por aquí no sobra el dinero y mantener a un animal sale caro.

Casi insultó al apático hombre de la gorra, perdió la cabeza entre gritos y palabras ordinarias soltadas a los cuatro vientos, no se dirigía a nadie en concreto, sencillamente se desahogaba. Maldijo al pueblucho y a sus habitantes, y se odió ella, porque no podía hacer nada por darles una vida mejor a los animales. Denunció la situación a la guardia civil, le respondieron que siempre había sido así por esas tierras, que no veían el problema.

No era buen sitio para ella. Recogió sus pertenencias entre lágrimas de ira y tristeza. Anuló el alquiler con la propietaria, que, por supuesto, se quedó con la renta completa, por los inconvenientes que le causaba, argumentó. Se largó a la mañana siguiente, no consiguió un autobús antes que la rescatase del lugar. Lloró durante todo el camino, se trasladó a un pueblo con playa, sabía que ahí el mar la atraparía, la distraería, y no lograría escribir ni dos páginas diarias, a cambio, ganaba la tranquilidad de no encontrar los ojos brillantes de un perro en la sombra, aguardando a que alguien le tirase algo de comida para sobrevivir.




Comentarios

Entradas populares